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Al Jardín de chaperona y espía

Graciela Bialet

 

Publicado en Lo que queda de la infancia: Recuerdos del Jardín. (2009)

Compiladores Patricia Redondo, Marcelo Zanelli, otros. Rosario: Flacso y Ed Homo Sapiens.

 

   

 

   Primera confesión de parte: No fui alumna "regular" del jardín de infantes.

   Segunda: pero me considero una de las mejores alumnas de esa promoción.

   Es que mi mamá decidió que fuese mi hermanita menor, Adriana.

Creo que, porque justo se abrió un Jardín privado a la vuelta de casa y eso le sonó más razonable que llevarme a mí, un año antes, al Jardín de mi colegio, el William Morris, cruzando la ciudad entera.

 

   Yo ya iba a primer grado, por la mañana. Mi hermana Adriana al Jardín de la vuelta, por las tardes. Mamá la acompañó una semana... quizá dos. Yo siempre. Y no por obligación.

 

   Es que en ese jardín cantaban todos los días. Jugaban todos los días. Pintaban todos los días. No había timbre ni campanadas para formar filas. Ese sitio era mágico, encantador. Entonces decidí ser la buena hermana acompañante de Adrianita que lloraba todo el tiempo resistiéndose a separarse de mamá.

 

   Le cargaba su enorme bolso azul marino con su nombre bordado en punto cadena con hilo perlé blanco. El morral era casi más grande que nosotras dos juntas, pero durante el trayecto de casa al jardín, luego que mamá dejaba de mirarnos desde la esquina hasta que ingresábamos al largo pasillo que conducía a la sala, ese bolso era mi trofeo, mi salvoconducto, mi razón de estar allí. Mi noble misión: hermanita y bolso llevados a las rastras. Y luego, la espera. El mejor lugar del Jardín era el rincón de la biblioteca. La maestra de Adriana me prestaba libros, mientras yo esperaba, bajo la celosa mirada de mi hermanita custodiando que no la abandonara.

 

   En definitiva: Cursé mi primer grado y el Jardín a mismo tiempo... y fue maravilloso. Aprendía formalmente las primeras letras a la mañana y leía de corrido por las tardes. Una vez llegué a preguntarle a mi maestra de primero inferior, como se llamaba entonces aquel grado iniciático de la primaria, si podía escribir con la letra jota, aunque aún no la habíamos aprendido en la escuela.

 

   Los libros en aquel rincón del Jardín de mi hermana (y también mío), fueron las llaves al mundo de la escuela en su totalidad, y del conocimiento particularmente. Tal vez por aquella experiencia es que el resto de mi vida como estudiante siempre fui una espía, observando desde el rincón de los libros una rutina escolar menos prosaica y muchísima más llena de verdaderas y múltiples vidas.

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